“ ! Lo qué se ha liado
en La Algaba con San Fernando Rey!"
Bien es cierto que toda noticia cogida y
sacada de contexto apenas si dice nada. Así recuerdo cuando en una de esas
sesiones “sobre las cosas de mi pueblo” con mi tía paterna, Concha la de
Arcadia. Y permitidme, llegado a este punto, la licencia de demorar el comienzo
de este relato sobre San Fernando Rey y La Algaba para pasar a centrarme en el
nombre de mi abuela, pues creo, y que el censo me rectifique, que fue durante
toda su vida la única mujer con ese nombre propio en el pueblo de La Algaba.
Entre otras cosas, porque si bien, pudiera habérselo legado a su hija, su
suegra, Concepción, tenía preferencia siguiendo la costumbre de poner el
nombre, “in memoriam”, a nietos o nietas de abuelos o abuelas, sobre todo si
estos eran ya difuntos. Este nombre, extraño para las gentes del pueblo, como
el de las otras dos hermanas, Carlota y Pelegrina, venían a evidenciar que
mi bisabuela, Amparo, no era originaria de nuestro pueblo. Que sepamos, nació
en Constantina, si bien a temprana edad, allá por los primeros años del último
tercio del siglo XIX, llegó a La Algaba acompañando a su tía materna
Pelegrina, quien venía a hacerse cargo de la escuela de niña. Mucho sospecho
que alguna estrecha vinculación habría de haber tenido mis bisabuelos o “su
gente” con el pueblo de Osuna cuando decidieron ponerle Arcadia como nombre de
pila, femenino de San Arcadio, santo mártir nacido en aquella población y su
santo protector. Pero pasemos ya sin más premura al motivo de este escrito, que
no es otro que dar cuerpo a ese relato que escuche, como he comentado antes, a
mi tía Concha sobre otro santo patrón, en este caso, del Rey Fernando III
el Santo, y que lo es de Sevilla, así como de su imagen que hoy podemos
contemplar en la calle izquierda del retablo mayor de nuestra parroquia. Aquí
reproduzco sus palabras:
“Antonio, tu abuela me contaba
que una mañana el cura del pueblo cogió a San Fernando, ese que está en el
altar de la Iglesia. Al enterarse las mujeres de pueblo se fueron a
buscarlo a la orilla del río. Ya estaba el santo montado en
la barca con destino a Sevilla. Entonces comenzaron chillar y
levantar los brazos implorando que no se llevasen a San Fernando y si al cura para que no volviese más por ladrón. El
barquero dudo un momento, pero al final dio a las mujeres el santo y pasó al cura al otro lado del rio. El arzobispo de Sevilla, muy enfadado, prohibió que se abriera la iglesia, se hiciera misa y que se repartiera la hostia consagrada".
Durante algún tiempo no di crédito a tales
hechos, sobre todo porque me parecía inverosímil que las autoridades eclesiásticas se atreviesen a excomulgar a todo un pueblo por tan nimio hecho. Para mi sorpresa, una vez más,
como si de un "arqueólogo" de la memoria colectiva de mi pueblo se
tratase, había logrado rescatar uno de sus olvidados episodios. Episodio que
tal vez me fue trasmitido gracias a que mi bisabuela fuese forastera y por ello
quedase impactada por el alzamiento de aquellas mujeres contra las
autoridades eclesiásticas y civiles del pueblo. Sin embargo para sus
protagonistas una vez alcanzado el armisticio con las autoridades eclesiásticas
y civiles de la localidad pasó a ser un asunto sobre el que mejor correr el tupido velo
del olvido. Pero, y eso sí, esa realidad me había sido devuelta adornada con
algún que otro abalorio fruto de la imaginación de sus narradoras y
cubierta con la fina patena que crea la evocación repetida de todo hecho. Así
en aquellos primeros días de abril de aquel 1889 el señor párroco de la Iglesia
Nuestra Señora de las Nieves decide ejecutar la orden que días antes le hizo
llegar el señor arzobispo, Ceferino González y Díaz Tuñón, Fray Zeferino González, de
dar un mejor destino y ubicación en la recién inaugurada capilla del
Cementerio de San Fernando de Sevilla a la talla parroquial de aquel santo.
Dicha imagen reunía todos los elementos iconográficos con los que se
representaba al rey santo conquistador de Sevilla: de pie, triunfante,
coronado, en su mano izquierda con una bola del mundo con una cruz y la
espada lobera que cogió prestada a Fernán Gonzáles en la mano derecha, vestido de gala con su gola
en el cuello, su armadura, sus greguescos, su calzón y una gran capa de armiño
que le llegaba hasta el suelo.
Nunca pudo imaginar el arzobispo Ceferino que las mujeres del vecino pueblo de La Algaba profesasen tanta devoción a aquella polvorienta y olvidada imagen. Pues si así hubiese sido, habría revocado de forma inmediata tal orden. Añadir que poco tiempo después, y con tan solo 58 años, el arzobispo renunció a su cargo ¿Pudo influir este episodio en su solicitud de dimisión? Nunca la sabremos. A mí corto entender, Fray Zeferino González no estaba del todo equivocado. San Fernando para el pueblo de La Algaba inspiraba el mismo fervor que hoy se le tiene al restos de imágenes que se exponen en el cuerpo inferior del altar mayor de nuestra parroquia, -!Ninguno!- Así pues, y en llegando a este punto, hemos de concluir que el desacato a las autoridades de aquellas mujeres de La Algaba más que un acto de devoción se debió al temor que aquello fuese el comienzo del expolio o la "desamortización" de su parroquia. Pues aquellas pobres mujeres no sospechaban "el más alto destino" que Fray Zeferino González pretendía dar aquella imagen de San Fernando Rey.
Y a los hechos me remito, para
verificar la hipótesis de la poca devoción que se profesaba el pueblo de La
Algaba, el nombre de Fernando, al igual que los de Luis, Urbano, Eusebio,
Leonardo, Domingo, Joaquín, Bernardino, Vicente, Andrés, Narciso, Mauricio,
Alonso, Dámaso, Sandalio y Simplicio , Ceferino, Agustín, Jerónimo o
Felipe podían ser utilizado como apodo, dado que quienes lo portaban, se
singularizaban, llegando incluso a convertirse en elemento identificativo
de los miembros de una misma familia, por ello era frecuente escuchar ,“José el
de Urbano” o "Francisco de la gente de Bernardino" pongo por caso.
Todo lo contrario de lo que ocurría con nombres como Antonio, Francisco, Juan,
José o Miguel y sus posibles compuestos con los que el padre solía responder al
ser preguntado por el nombre del infante a bautizar.
Seguro que llegado a esta altura os
estaréis preguntando dónde pude constatar tal noticia. Lo aclaro. 14 de
abril de 1889 sale el semanario satírico, republicano y anticlerical “El
Motín”, quien vio en los sucesos acaecidos en La Algaba una ocasión
para seguir desacreditando a conservadores y liberales, pero sobre todo
al clero. Vean con que proclama terminaban su artículo:
"Insisto en mi
afirmación. El mundo no será una balsa de aceite mientras no sean suprimidos
los curas de todas las religiones.”
Ahí dejo el resto de
dicho artículo:
“En la Algaba, pueblo
inmediato á Sevilla, existía una imagen del Santo rey Fernando, muy estimada
por aquellos vecinos.
Un día se le ocurrió al arzobispo Ceferino
recogerla, según dicen, para ponerla en la capilla del cementerio hispalense, y
al efecto envió dos individuos con una orden para incautarse de ella.
La orden fué cumplimentada á la sordina,
sin que se apercibiese el vecindario; pero anda, que caro les salió. En cuanto
se enteró, amotinóse, protestando del acto; atropello al cura y al alcalde, é
hizo que la iglesia quedase cerrada hasta que fuese restituida la imagen. Y no
ha tenido otro remedio el gobernador que disponerlo así para evitar mayores
males, y que le tienten otra vez el cuadro al pobre cura, víctima de su
obediencia al superior jerárquico…”
Espero que después de haberos dado a
conocer lo acontecido tanto por boca de mi tía Concha como del Semanario
"El Motín" al mirar el altar mayor de nuestra parroquia y
viendo a San Fernando Rey en una de sus repisas, recordemos que hace 133 años a
punto estuvo esa talla de cruzar de nuevo el río de vuelta para Sevilla de
donde viniera 155 años antes. Quién sabe, y por aquello de las coincidencias,
posiblemente también en el mes de abril y como no en cumplimiento de la orden
del Arzobispo de Sevilla, por aquel tiempo, el Excmo. y Rvdmo.
Sr. Luis de Salcedo y Azcona, para que pudiese y fuese venerada en el
altar mayor de la iglesia de La Algaba. Meses antes sabemos que mi
antepasado por parte materna, Francisco López, comunicaba a Francisco de Acosta
y a Bartolomé García que el retablo estaba ya dorado y listo para acoger, entre
otras imágenes, a un San Fernando Rey. Ese momento fue el comienzo de todo y
como siempre todo quedaba en familia.